viernes, 21 de marzo de 2008

Reflexión

Treinta años, aproximadamente once mil días (sí, 11.ooo días), doscientas sesenta y tres mil (263.000) horas mal contadas, algo menos de la mitad de la vida de un parroquiano de nuestras tierras.
Visto desde otro punto, equivale a seis veces el tiempo que cada uno de nosotros dedicó al Colegio Robledo (claro está que algunos se dieron el lujo de añadir uno o dos años más y también los hubo que migraron al Robledo desde otras tierras -como los "arrancayucas de La Bella", que llegaron dos años tarde, pero terminaron robledistas como todas los demás). Es decir, que desde que empezamos el trasegar de la vida como bachilleres, hemos hecho un camino seis veces mayor que el compartido en aquella pequeña colina que fue de nuestro segundo hogar allá por los años setenta del siglo pasado -suena lejano, muy lejano-.
Ahora de aquella muchachada, a más de recuerdos gratos, nos quedan esbozos y trazos poco definidos, por no decir indefinidos. Entre algunos ha perdurado el contacto, pero son pequeños círculos, quizá demasiados pequeños; porque la gran mayoría ha perdido las huellas de los otros.

En mi caso particular, ese pequeño círculo queda circunscrito a unos pocos nombres, pero es mucho más que simples nombres, han sido parte de mi vida y una parte muy importante, son mis amigos, y con ello queda dicho casi todo.

Pero me sigo preguntando ¿qué ha sido de los otros?, que son la mayoría.

Sé de algunos que permanecen fieles a su pueblo, calarqueños de permanencia, y de otros que siguen en la región, quindianos irredentos.

También sé que no todos hemos sobrevivido a esta treintena, algunos se han apartado del camino dejando un vacío que nada ni nadie llenará, pero permanecen en nuestra memoria.

Sé que la diáspora ha sido grande y que nuestras huellas se han bifurcado en muchas direcciones, ahora queda la tarea de encontrarnos y éste es el propósito que me he trazado, para lo cual espero contar con los buenos oficios de los que lleguen a este pequeño rincón.

3 comentarios:

CARLOS ALBERTO VILLEGAS URIBE dijo...

Siempre he reconocido a Fernando Noreña como un lector irredento. Pero sé que en el fondo de su alma anida el escritor. El también fue alimentado con aguapanela hecha con agua del Río Quindío. Y al leerle este comentario no me cabe duda.

Creo que ya desanudo y en próximas entregas nos dará sus personales apreciaciones de los amigos que acompañaron sus pasos cotidianos al Colegio Robledo, ese que quedaba en la colina.

A ese escritor en ciernes me gustaría leerle sus memorias con nombres y apellidos propios: Jota Arbelaez, Fernando Londoño, Camilo Augusto Sánchez, Carlos Mario Vargas, Carlos Fernando Cruz, Gregorio Hernández, Carlos Arturo Zuluaga, Fernando Echeverry. Nombres que ahora llegan en tropel salvando tiempos, distancia y memoria. Frágil memoria, sin duda. Nombres que fueron igualmente personalidades y personajes a pesar de sus cortos años.

Qué será de ellos, quiere saber Luis Fernando Noreña, pero yo quiero saber, cómo los recuerda el nieto de Manuel Noreña. El irredento lector, y para mí, un escritor en ciernes. A ese quiero ahora leer. Conocer sus personales memorias sobre ese puñado de jovenes que desde las colinas del Colegio Robledo miraban lánguidamente al lejano Instituto Calarcá, donde una docena de muchachas de sus misma edad, ponían también un punto sobre la página del año 78. Qué será de ellos, debemos de preguntarnos, pero también que será de ellas, quisiera una saber.

A ellas también habría que convocarlas a estas páginas.

Luis F. Noreña G. dijo...

PTT ¿también valen los apodos?

CARLOS ALBERTO VILLEGAS URIBE dijo...

Claro que si greñaldito.