martes, 8 de octubre de 2013

Palabras prestadas, o mejor, robadas

La Química debería estar prohibida

Una mañana te levantas y miras atrás. Y, sin poder evitarlo, haces balance. Han transcurrido en esa vida que has ido construyendo (como has podido, no siempre como has querido) los años suficientes para poder sopesar lo que ha estado bien, lo que ha sido regular. Miras a tu familia, a tu pareja o tu carrera laboral y contemplas el camino recorrido. Ese acto de evaluación es duro porque te obliga a reconocer todo aquello que no has logrado, lo que alguna vez soñaste y la vida se ha empeñado en no darte. Quizá fue una cuestión de suerte o tal vez se debió a una serie de elecciones. O sencillamente no lo mereciste. Porque no eras tan bueno en tu oficio como creías, porque no estuviste a la altura de las circunstancias, porque no supiste jugar tus cartas. Quién sabe.

A Walter White un cáncer (un maldito cáncer) le pone en esa tesitura a los 50 años, una edad razonable para girar la vista y calibrar qué tal ha ido. Una edad en la que eres lo suficientemente mayor como para ser capaz de valorar en qué te has convertido y cuánto se parece o no a lo que tú habías deseado. Ya digo que, en este tipo de coyunturas, lo normal es sentirse algo frustrado porque lo común es que no hayas alcanzado lo que te propusiste. White mira a un lado y a otro y comprueba que no tiene dinero para cambiar el calentador de agua, que su jefe lo explota, que su cuñado se burla por lo poco que le han servido los conocimientos que se ha labrado. “Tienes un cerebro enorme, pero no te lo echaremos en cara”, le espeta su cuñado, agente de la DEA, un patán que, sin embargo, a su alrededor y entre sus allegados simboliza el éxito.

El ser humano tiende a engañarse. La mentira es un mecanismo de defensa estupendo a veces. Nos sienta fenomenal soltar algunas del tipo “aún estoy a tiempo”, “todavía me puede pasar”, “me voy a proponer hacerlo”. Son pequeños embustes piadosos que nos regalamos a nosotros mismos para no verlo todo negro, para no sumirnos en el lamento. Funcionan como elementos para conciliar el sueño esa noche y para relajarnos a corto plazo.
Pero, ¿qué pasa cuando el plazo se acaba? Cuando te dan una fecha de caducidad y tú te percatas de que no vas a tener tiempo de que te sucedan más cosas, de dar giros o de contarte nuevas mentiras. Te rindes, o arriesgas y te lanzas.

Las decisiones que tomamos con presión y celeridad no suelen ser buenas. Pero, reconozcámoslo, hay decisiones que o las tomas así o no las tomas. Porque empiezas a ponderar los peros y riesgos, a achicarte, a marear tu cabeza y, al final, no das el paso. Ves la línea pero no la cruzas. Llegas hasta ella pero retrocedes.

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Tomado de:  El Síndrome de Darrín, por Miquel Labastida.  En Las Provincias del 08-10-2013.
 

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