martes, 26 de noviembre de 2013

Recuerdos congelados

Treinta y cinco años después, ni modo de recordar si alguna vez nos llevaron a conocer el hielo; me parece que no fue necesario, bastaba con ir a la tienda de la esquina o abrir el compartimiento superior de la una nevera -donde la había, que por esas calendas no era un adminículo que enfriase en todas las casas-.  Recuerdo que para conservar la carne debía salarse y condimentarse y así permanecía en algún rincón de la cocina  y para los helados (ese tentador hielo dulce con algún sabor a fruta o qué se yo)  bastaba disponer de una o varias monedas, escasas por cierto para nuestros bolsillos, y pedirlos al tendero de la esquina o a través de la ventana donde la señora  que los anunciaba con un avisito en la puerta de la casa HELADOS.
 
Otra forma de aproximarse a tan fría experiencia se podía vivir en la plaza de mercado o galería, como llamaban en nuestros pueblos a los centros de acopio, antes de su transformación es los super e hipermercados ahora englobados en los Centros Comerciales o Moll (tan gringo como gusta al respetable); si te dejabas caer, o te llevaban, por los lados de los expendios de pescado, ahí lo tenías, en bloques translúcidos, transparentes o no tanto, vidriosos podríamos decir, conservando los cuerpos inertes de la última subienda.
 
Pero los pedazos de hielo preferidos estaban en las neveras o congeladores, que también los habían en algunos establecimientos, eran los helados con su variedad de colores, olores, formas, tamaños y precios, claro que algunos no pasaban de ser auténticos trozos de hielo con anilina; los de maní, coco, mora, guayaba, maracuyá, tomate de árbol, salpicón o simplemente de leche... todos fueron saboreados con golosas ansias, de todos dimos cuenta en diferentes momentos, refrescaban, combatían la sed, eran una golosina mas.  Sólo dejábamos el  palito y nos quedaban las monos pegotudas por su culpa y, cuando no, hasta la lengua pelada, por abusar de su baja temperatura.  Y no faltaba la tragedia de ver caer al suelo su última parte, el último trocito de helado que nos dejaba la sensación de querer mas, nos dejaba incompletos, no saciados; solo chupándolos hasta dejar el palo limpio, quedábamos verdaderamente satisfechos, sin olvidar un última lamida a tan referido palito en el que sobrevivían los vestigios del manjar deglutido. 
 
Pero los helados no vivían en el Colegio Robledo, allí se vendían gaseosas y al clima, no las recuerdo frías, es curioso, ahora que hago memoria lo encuentro inverosímil, una tracamandada de muchachos sin helados a su disposición, pero sobrevivimos a la tragedia, nos hicimos bachilleres en ese 78 de nuestras cuitas y nos fuimos a buscar los helados a otra parte, cada uno a lo suyo.


PD:  Además de helados, nos vendían bolis o cupis, estos sí de agua pintada de colores en bolsitas plásticas de variado tamaño; sin olvidar el raspao, hielo en escarcha endulzado y pintado de colores, con algo de leche condensada por encima, ¿recuerdan la maquina con las que raspaban el hielo para obtener su particular forma trapezoidal?; por último las cremas, en cono, algo más lejanas a nuestras endebles economías, claro que el cremero del carrito las tenía a precio muy competitivo, para qué, pero no era lo mismo.  Otro embeleco de aquellos tiempos era la forcha, misteriosamente embazada en toneles blancos, digna de los más disparatados cuentos, leyendas urbanas que llaman... se me olvidaba que el ingenio popular también congelaba bananos.
 

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