lunes, 22 de junio de 2009

¿Estará Guilligan en su isla?

No estoy muy seguro, pero quizás fue en alguno de los campeonatos departamenteales de baloncesto que se celebraban en la, entonces, Escuela Atanasio Girardot, donde a Carlos Mario Vargas, le colocaron el apodo de Guilligan, rememorando al famoso personaje de televisión. Esa serie gringa que aún disfrutábamos en los tiempos del bachillerato. Años ya lejanos en los cuales la televisión en color estaba apenas en pañales y sólo algunos “niños bien” del pueblo, como Luis Fernando Zuluaga la tenían en sus casas, en la Calarcá de finales de los años 70.

Pero ese era el apodo su apodo más popular de los últimos años de Bachillerto. Porque el sobrenombre con el que lo recordamos la mayoría de los que estudiamos tercero A en el Colegio Robledo era “El arrancayucas de La Bella”. Para ser más exaxtos un apodo que compartimos con él.

Aunque no tengo el recuerdo preciso del primer encuentro, puedo asegurar que a Carlos Mario, lo conocí en la concentración rural agrícola Baudilio Montoya, colegio semioficial del comité departamental de cafeteros al que me ingresaron mis padres por temor a las recurrentes huelgas en el Colegio Robledo.

Aprovecharon que la abuela Inés Londoño tenía una finca en la vereda el Danubio y arguyeron mi condición campesina. El colegio Baudilio Montoya, llevaba o lleva, creo, el nombre de ese poeta que marcó mi inclinación literaria. Tenía unos profesores de leyenda, don José Jota Bustamante, entre ellos. Un viejo bello y altivo, nimbado por una cabeza alba, que tenía un lejano parentesco con mi familia. Además de vicerrector académico, era el profesor de español y con él recuperé el amor a la literatura que ya había sembrado en mí, el abuelo Pedro Nel, pero que había enterrado en quinto de primaria el profesor Wilson Galvis.

En ese colegio, conocido coloquialmente como el Colegio La Bella, se fomentaba además de la vocación agraria y la vocación del trabajo cooperativo, los altos valores desde una conciencia laica y libertaria. Recuerdo que en la cátedra de religión, se enseñaba precisamente eso exactamente: la historia de las religiones en el mundo y no la excluyente visión católica de la que participábamos, aún, la mayoría de los estudiantes. Y si mi memoria no falla, el nombre del profesor era Gildardo Botero.

Los viernes, en una plenaria democrática, sesionaba el colegio en un ritual simbólico que favorecía la expresión de los alumnos y el cultivo de sus talentos. En una de esas jornadas recuerdo que hicimos un número de payasos con Carlos Mario Vargas para representar a Primero A. Luego, nos atrevimos a declamar en público nuestros personales repertorios de poesía popular.

Carlos Mario tenía un catálogo de poemas del Indio Duarte que aflojaban las lagrimas y conjuraban los suspiros de los oyentes.

En un entrevero de gente, copas carteos y risas
Se desflecaba la tarde sacándole punta al vicio

En un tranquero del mostrador se desflecaba la tarde
sacándole punta al vicio (cito de memoria)

empezaba sus presentaciones Carlos Mario, con una dicción maravillosa acompañada de unos gestos armónicos que ponían en el escenario al guapetón del pueblo, a la mama regañona de “La guaja” o al campesino insumiso que increpaba a Dios por la maldad de los hombres que lo habían vuelto malo y le habían puesto dientes de lobo, a él que era un cordero.


Mi repertorio se apoyaba en la poesía popular de Juan de Dios Peza y de Baudilio Montoya que me había enseñado desde muy pequeño el abuelo pedronel.

Yo fui argonauta, fui en marinero de noble pauta que el horizonte miró pasar
Mi barco supo tumbos
violentos entre los vientos que despeinaban locos el mar.
Ciegos paises de cielos grises vieron mi planta de viajador
y trás el paso de cien desiertos, llegué a cien puertos
y en cada puerto tuve un amor (cito de memoria)

Ese ejercicio de saltimbanquis precoces, llamó la atención de Don Jose Jota y fuimos llamados a la vicerrectoria.

El viejo bello, que nos enseñaba la gramática a partir de las noticias de los diarios y de su personal antología de cuentos como “Que pase el aserrador” o “Pedro el leve” y a enamorarnos de la literatura a través de la buena dicción y los acentuación anímica del narrador y sus protagonistas, nos invitó a representar a La Bella, en la tradicional Semana Intercolegiada de la Cultura, en el Colegio San José. Y así empezó una amistad cómplice que nos llevo a participar en distintas actividades culturales y formativas. Entre ellas recuerdo su participación, en los tiempos del Colegio Robledo, en el Grupo de Formación Cultural Alfa, que creamos con Luis Fernando Londoño Daza; y una visita a la cárcel de Peñas Blanca en el “día de las mercedes” y la alegría de los reclusos con la representación de “El toque de queda” que dirigió un joven teatrero quindiano, quizás vinculado a la izquierda colombiana, de apellido Maecha.

En segundo año y muy a pesar de Jose Jota Bustamante y de doña Graciela, fui expulsado de ese colegio cuya la excelencia residía en el amor con que cada uno de sus profesores enseñaban sus materias: La Historia griega y romana reinterpretada en la voz del profesor Bonel, La Geografía colombiana en la didáctica de don Darío Montoya, El español en la amorosa actitud de Jose Jota Bustamante, La matemática en la claridad del joven Gildardo Valencia.

Otros fueron los motivos que obligaron a migrar a Carlos Mario. Si no me equivoco, fue el cambio de oficio de su padre que llevó a toda su familia a residir en la cabecera del pueblo: Doña Pastora, la madre; Wilmar y Cecilia, sus hermanos mayores; y una hermana menor casi contemporánea cuyo nombre mi memoria ya no registra.

Lo cierto es que los dos nos encontramos en el Tercero A del colegio Robledo, con una preparación superior a la de nuestros compañeros de pupitre. Y cuando algún profesor preguntaba algo, las manos culiprontas de los dos estudiantes de la Bella estaban levantadas para asumir la respuesta.

Para recordarnos nuestra procedencia campesina y con algo de envidia, nos bautizaron los Arrancayucas de La Bella. Y aunque el tiempo y la calidad de la enseñanza nos igualaron en notas e intereses, obtuvimos el mayor puntaje del colegio en los exámenes del ICFES. Puntajes inconcebibles para algunos compañeros que los explicaban desde la suerte de la prueba. Guarismos que superaron, incluso, a uno de los mejores bachilleres de todos los tiempos: el inolvidable José Jota Arbelaez, profesor, en la actualidad de una universidad norteamericana. Que no es poco mérito.

Con Guiligan compartíamos el disfrute juvenil de las despedidas interminables. A altas horas de la noche y sin otro motivo que la imperiosa verbosidad de explicarnos el mundo y darle sentido, nos acompañabamos hasta la puerta de la casa para despedirnos. Pero eran tal el número de preocupaciones que partíamos de nuevo a acompañar al otro a la puerta de su casa. Ensimismados en las comprensiones, recorríamos por enésima vez, con el lúcido ensimasmiento de los sonábulos, la ruta entre la calle 38 y el barrio de Las Camelias; hasta que la voz imperiosa de algún adulto ponía fin a las conversaciones pantagruélicas.

La dispersión de mis intereses me llevaron a jugar básquetbol. Sólo a practicarlo, señalarían con propiedad los integrantes del equipo Asterix. Carlos Mario fue invitado alguna vez a reforzar el equipo en uno de los tantos los campeonatos y se presentó con su estatura jirafal, sus manos largas y huesudas que abarcan bien el balón, un sombrero de pescador y un desparpajo para el juego, que recordaba a Gilligan, el personaje que citamos al principio de esta remembraza. De allí su segundo y más popular remoquete. Guiligan se convirtió en la esperanza para los asiduos espectadores de los campeonatos regionales que se realizaban en la cancha de la escuela Atanasio Girardot. Carlos Arturo Patiño, ahora gerente de Quindío Café y Sabor, podría ayudarme a precisar este recuerdo. Y cuanto se lo agradeceríamos desde su chispa humorística. El no solo, no me dejaría mentir, sino que acomodaría el relato a una forma tan real y jocosa que la verdad terminaría siendo la suya.

Guilligan se graduó con los honores del Icfes, se formó como Terapeuta en la Universidad del Valle y un día partió para los Estados Unidos. Desde entonces solo tengo noticias lejanas, como las tengo de Luis Fernando “El Mono” Marín, quien también habita esas tierras. Pero nunca olvido el banquete de información y de utopías que nos abrieron los ojos al universo de las preocupaciones adultas en las largas jornadas peripatéticas compartidas con Gilligan.

Ojalá él, u otro compañero de promoción, habitante o habitanta del Calarcá de entonces, me ayudara a precisar, ahora, esos recuerdos difusos que ya parecen entrar en el terriotorio de la mitología gracias la iniciativa de Luis Fernando Noreña.

1 comentario:

Luis F. Noreña G. dijo...

Que Guilligan pasó por la Isla, es inegable, de qué otro sitio iba a sacar el sobrero que le sirvió para tan honorable bautizo?.

Ahora bien, que si aún está, no lo sabe nadie, ni él mismo. Al menos eso imagino.

Muy buena la nota Ptcino.