jueves, 12 de agosto de 2010

Encuentros que marcan

Ah, carajo. Ha muerto Hector Ocampo Marín y me lo cuenta Antonio Cacua Prada a través de un e-mail que reenvía Jaime Lopera Gutiérrez. Viejo bello el Hectór Ocampo Marin. Un maestro dispuesto a compartir su sabiduría. Tuve la oportunidad de encontrarme con él, como mucho, dos o tres veces en la vida y cada una de ellas cimentó mi admiración por otro de los nombres míticos de la literatura quindiana. A pesar de no haber nacido en nuestro pueblo, siempre lo asocié con Calarcá y sus escritores. Supe tiempo después que efectivamente había sido, entre otro de los múltiples oficios de su trayectoria administrativa, síndico de la beneficencia.

Por mis épocas de bachiller, Héctor Ocampo Marín era ya un referente en la comarca literaria y llegué a conocerlo finalizando mis estudios universitarios a través de su libro de ensayos sobre personajes universales -libro cuyo nombre no preciso en estos momentos-. Entonces, yo era jefe de recursos audiovisuales en el Colegio San Luis Rey y estaba a cargo de los laboratorios de física y química, de un salón donde proyectaba películas de las embajadas y de una incipiente biblioteca en donde encontré su libro cuidadosamente editado por Quingráficas. Y quizás haya error en la cita bibliográfica, es tan imprecisa la memoria. Aunque sea cierta la parquedad de los franciscanos.

Siempre me fascinó la limpieza de su estilo llano, que no hacía aspavientos ni se regodeaba en imágenes rebuscadas. Un estilo directo que le daba prioridad a las ideas, una forma de narrar destilada de los matraces de un periodismo esencial, sin requiebros ni amarillismo, un estilo literario tal vez, pero sobre todo, una posición ética que él cultivó con pasión de sabueso, con interés de cazador de gazapos, de procurador del estilo y el buen decir.

Cuando fui a trabajar al ICFES, en Bogotá, tuve la oportunidad de acompañar al caricatógrafo quindiano Jairo Peláez, -Jarape- a entregar su material al Diario de la República y aproveché para conocer al hombre mito. En ese entonces Darío Fernando Patiño todavía no se había graduado de periodista pero ya ejercía como editor de las páginas económicas en ese mismo diario.

En el edificio de la carrera Quinta con calle 18 me encontré por primera vez, en viva persona, como le hubiera gustado subrayar jocosamente a un caricaturista radiofónico, con Héctor Ocampo Marín, un ser humano de una sencillez esplendorosa. Pausado, refinado y juicioso, tanto en las maneras como en los razonamientos. Detrás de sus fuertes gafas y de su fuente de tinta verde con la que subrayaba pacientemente las galeras de prueba del diario, presentí una voluntad de trascendencia que desatendía los afanes de la fama. De esa manera conocí la encarnación del hombre sabio, sereno, erudito. Es posible que Darío Fernando ya no recuerde este encuentro, pero en compañía de Jarape dialogamos con Héctor Ocampo Marín sobre caricatura y sobre literatura. Alguna referencia le di entonces sobre el Taller Literario del Quindío, grupo asociado en torno a la revista Termita que orientaba el profesor Álvaro Nieto Córdoba.

Era mayo, creo recordar, aunque tal vez la memoria saquisastémica de Jarape lo podrá precisar mejor. Esa mañana nos deleitamos con el nombre promisorio de Humberto Senegal, entonces muy asociado todavía a los nombres de Rodolfo y Humberto Jaramillo Ángel (tío y papá del joven talento y compañeros de tertulias de Héctor Ocampo Marín). Hablamos del ya mítico poeta Elías Mejía quien había regresado de una aventura por Europa en compañía del también escritor quindiano Orlando Montoya. Tiempo después le remití el segundo número de la revista monográfica Hermes, en donde publicamos los poemas de Elías Mejía y el Eliálogo en el que expresaba su comprensión de las vanguardias poéticas latinoamericanas. En aquella oportunidad me sorprendió oírlo citar el nombre de José Nodier Solorzano Castaño, un literato muy joven que hacía un par de años había sido finalista en un premio nacional de cuento convocado por El Círculo de Lectores. Fue entonces cuando descubrí uno de los amores secretos de Hectór Ocampo Marín. El hombre, ya maduro, vivía con pasión de coleccionista las noticias que le llegaban sobre los escritores del viejo Caldas, y en especial los del Quindío y los de su amada Calarcá, tierra a la que estimaba como su segunda patria. En aquel encuentro cimenté mi admiración por el escritor-mito, pero sobre todo por el ser humano que entendía la vida, desde la orilla del periodismo, como una narrativa vital de la que se es protagonista en cada segundo.

Aunque el vínculo se mantuvo a través de cuentos, poemas y ensayos que Héctor Ocampo Marín me publicó con generosidad en el suplemento literario Dominical de la República, pasaron muchos años antes de que volviéramos a encontrarnos. Fue en la Universidad del Quindío. El rector Henry Valencia Naranjo le había publicado una compilación de textos que exaltaban los vinculos del literato con el eje cafetero.

Aquella vez tuve la oportunidad de conocer, en toda plenitud, su dimensión de hombre mesurado y de sistemático cazador de gazapos. En las páginas preliminares del libro, que no habían pasado por sus manos, descubrió con asombro, con terror casi, que su juicioso ejercicio de corrector ortotipográfico había sido mancillado por la palabra coherción. Entonces solicitó muy amablemente que le trajeran todos los ejemplares y nos dedicamos, con un bolígrafo negro, a colocar un recuadro en esa “h” infame que se había colado y estaba malogrando su obra. Es un viejo truco de cajista que el lector agradecerá, claro que lo agradecerá, afirmó categórico. Y nos pasamos todo el día corrigiendo los libros, uno tras otro, mientras la historia de la literatura caldense transitaba por su voz de lector atento e instruido, tamizada de fechas, anécdotas y sonrisas oportunas.

La última vez que lo vi fue en los tiempos del terremoto. Yo ejercía como Gerente de Cultura y esperaba un vuelo para Bogotá, cuando su figura elegante –pelo completamente cano, fuerte y liso que partía por la mitad, ojos vivaces y perfil acentuado– atravesó las improvisadas instalaciones del cambuche aeroportuario yCursiva llenó con su presencia la sala de El Edén. La legendaria gabardina gris en el brazo, el sombrero borsalino en la mano y su impecable traje de calle le daban un aire masónico, catadura impensable para sus tendencias ideológicas. Nos tomamos un café en la pretendida sala vip. Luego del repaso por sus recientes lecturas paradójicas dejó caer una frase lapidaria: Carlos Alberto, la chabacanería nos está ganando a pasos agigantados. No pude preguntarle el sentido de la frase porque la amorosa y constante Melva Villegas nos acerco a los linajes y prosapias comunes que, según ella, se hundían en los nombres de líderes regionales y esposas de presidentes. Y aunque solo creo en la valía y la voluntad de los hombres que se hacen a pulso, sin la muleta de sus antecesores, aquella tarde estuvimos braceando largo rato entre la hojarasca de un árbol de raíces aristocráticas. Ella prometió hacerme llegar a través de correo, y efectivamente lo hizo, un árbol genealógico que abandoné en mi nuevo trasteo a Bogotá. Cuando estuve en la Sevilla española no pude hacer otra cosa que sonreír al tomarme una foto en la propia Calle Villegas, y recordar a Melva y sus afanes y al pausado viejo que sabiamente la acompañaba, ese hombre mito, ese lector atento que cultivó tantos géneros literarios, pero que solo fue feliz en el ejercicio cotidiano del periodismo, el amor y la amistad; sus verdaderas pasiones, su única vida, su mayor valía.


Y si no fuera porque aún temo su frase lapidaria, terminaría esta sarta de recuerdos con la exclamación:

Ah, carajo, se murió Héctor, bello viejo ese man, carajo.



Carlos Alberto Villegas Uribe
Madrid, 12–08–2010

1 comentario:

María Cristina Ocampo-Villegas dijo...

Absolutamente preciso. Así era Héctor, el viejo más bello. Y se nos fue